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Las Palabras de la Tribu

Lorenzo Lunar: entre el esplendor, la ruina y las traiciones de la Historia

En su ensayo «Variaciones sobre la posmodernidad, o ¿qué es eso del posboom latinoamericano?», Mempo Giardinelli destaca: «ya no escribimos ni para halagar ni para agradar ni para ser queridos. Hoy escribimos para indagar, para experimentar, para conocer, para descubrir. Pero también y sobre todo, para recordar, y acaso, así, sobrevivir».1

Al citar estas palabras, advierto la capacidad de Lorenzo Lunar para crear un texto como La casa de tu vida, una novela indagatoria, en tanto se basa en la posposición indefinida y lacerante de una UTOPÍA que entrampa y diluye a sus personajes, más allá de todo tiempo permisible.

Con anterioridad, Lorenzo Lunar ha recreado espacios signados por la colectivización, donde «el barrio» ha suplantado cualquier atisbo de singularidad, salvo aquella que dicte la inevitable y casi dictatorial dinámica de ese grupo a ratos alienado, a ratos diseñado para sobrevivir al margen de toda causalidad ética. Sus personajes han sido —como en el caso de su hilarante El asere ilustrado—, entes desproporcionados, casi oníricos; sin dejar de ser —muy peculiarmente— hombres y mujeres que se construyen un presente ni tan esquivo, ni tan distante al nuestro.

Sin embargo, La casa de tu vida es, a no dudarlo, un documento sociológico, atento, controvertido, razonante, donde la familia, la Historia, la casa como sistema alegórico, como energía vitalizante que trasvasa sus propias paredes cada vez más roídas por el tiempo y la incertidumbre, definen un texto emotivo y reticente a toda circunstancia que lo minimice.

La construcción del texto y su eficacia más inmediata, se sustentan en la ubicación, no siempre causal, de categorías, sensaciones y estados de conciencia que se contraponen, se distienden, hasta fundar un sólido esquema cuyo tránsito se fundamenta entre círculos concéntricos, creando una realidad a ratos distorsionada, zaherida siempre por el posible quebrantamiento de la fe. El recorrido de la novela significa un traspaso del «esplendor» pasado a la «ruina» presente. Recordemos que un recorrido idéntico, define a los personajes de Los sobrevivientes, de Tomás Gutiérrez Alea. Pero, en Los sobrevivientes, el tránsito es causal a la ajenización de sus personajes a la Historia, a su empecinamiento por aislarse, a su dictamen de crear una Historia paralela, anteponiendo la quietud a una dialéctica dilucidada por los maestros del marxismo. Es decir, el tránsito del esplendor a la ruina, en Los sobrevivientes, es consustancial a la negación de la Historia, por lo que asimilamos el periplo —por demás contado en tono farsesco— con cierta resignación, con cierto asentimiento que aplaude el destino, de veras inevitable, de los Orozco. Inversamente, José Lezama Lima edifica Paradiso desde la ruina inicial que significa para José Cemí el no conocimiento, la sensación de ente vacuo, hasta llegar a su destino esplendoroso desde/ y por la imagen a través de Oppiano Licario y un conocimiento más terrenal, más pragmático del universo circunstancial que aprehende de sus amigos y de la propia Historia nacional. Tanto en el filme de Tomás Gutiérrez Alea, como en la novela de José Lezama Lima, por solo citar dos ejemplos en medio de una vasta tradición de tránsitos semejantes, existe, pudiéramos decir, una predestinación, en el segundo, y una inalienable causalidad en el primero; sin embargo, en La casa de tu vida, el tránsito no obedece a causalidades, ni destinos predestinados, sino a una suerte de capricho, de empecinamiento, de agónica cristalización de la NADA, por lo que sus personajes intentan dilucidar los porqués, los cómos, los dóndes, y cada pregunta, adquiere un tono ciertamente trágico; cada suceso, un tono a ratos absurdo, sobre todo cuando percibimos que, si en Los sobrevivientes, la Historia castiga a aquellos personajes por aislarse, por su intento de secuestrar la clepsidra y otorgarle al tiempo la sensación de foto fija; en La casa de tu vida, la Historia castiga a estos personajes por persistir, por creer, por buscar una salida, allí donde solo existe un laberinto. En Los sobrevivientes, la Historia los castiga; en Paradiso, la Historia premia a José Cemí; en La casa de tu vida, la Historia los traiciona, los deshereda, los aparta, los minimiza, los ningunea. Y es que las traiciones de la Historia han venido cobrando mayores espacios en la narrativa cubana actual. Sinónimo entonces de desheredad, de abandono, de desamparo, sus personajes asumen el rol de espectadores silenciados, de actores de un reparto demasiado constreñido para ensalzar solo a Héroes selectos.

Jorge Fornet ha dilucidado esta necesidad casi apremiante de la narrativa cubana más reciente, cuando nos dice: «Lo cierto es que aunque los narradores de hoy no pretenden escribir una literatura incendiaria, no se abstienen, en buena parte de los casos, de hacer una literatura “insatisfecha”, lo que significa desmontar, impugnar o eludir el discurso y la agenda de las narraciones del consenso neoliberal. Más allá de obras complacientes, el complot, la paranoia, el desconcierto, la traición, el desencanto, la suplantación y la impostura son obsesiones que permean los relatos de nuestros contemporáneos».2

Lorenzo Lunar, quizás sin proponérselo, ha sustentado buena parte de su narrativa en la decodificación de los vínculos aversivos entre esplendor y ruina, tal como ocurre en su relato «Disles que no me maten», un texto que visibiliza y puntualiza muchos rasgos de su poética, de sus obsesiones, y de ese universo en el cual a él le place hurgar, sin saciarse jamás de los seres que procrea.

En Disles que no me maten, la suplantación de la realidad por otra aún más ralentizada, pero muy propicia al equívoco y a la difuminación de las fronteras de lo real conocido, instaura un proceso absurdo mediante el cual, el intento por socializar la literatura, propicia y enaltece la disolución del yo para, inmediatamente, acatar las leyes y los dictados de la narrativa, como único destino posible. La exploración de esta posibilidad, genera el esplendor colectivo, la exaltación del yo transformado en su máscara; la exaltación del yo, reconfigurado en imagen, y a su vez la ruina de una dinámica que —aunque enaltecida en el pacto de la trascendencia que otorga la posibilidad de sobreexistir en un plano donde se puede enmendar casi cualquier atisbo de cotidianidad, pues esto sugiere la transfiguración de todo espacio vulgar en espacio épico—, pasa de un estado de plenas libertades cotidianas, a ser gobernada, regida y lacerada por un proceso que en mucho rebasa su capacidad de cognición. La posible traición de la historia, esta vez en minúsculas, que consiste en un asesinato, pues la nueva dinámica establece que alguien debe morir, se instaura no como castigo, no como traición en sí misma, sino como pasión que los seduce, que los sujeta a esa refractaria historia paralela. Sencillamente, no se pueden desligar, no quieren apartarse de esta aventura que representa no ser yo, sino ser, alguna vez en la vida, el reverso de una moneda mucho más valiosa que la vida misma.

En El asere ilustrado, Lorenzo explora el esplendor desde la perspectiva de un único personaje: Totico la ciencia, un ser surgido de lo efusivo, un ser entrañable ajeno a toda ruina y a toda traición. Totico es único, en tanto genera una historia que él funda desde su prodigiosa capacidad para reinventar su circunstancia.

De este modo, las interrelaciones que establece Lorenzo van creando, a su vez, relatos y novelas que personifican una muy concreta y plural manera de transfigurar el esplendor en ruina, la ruina en esplendor y donde la Historia —desde diversas gradaciones— actúa como una cámara cuyo obturador sigue siendo muy sensible a las sensaciones y sentimientos más profundos y viscerales de sus personajes; muy sensible a todo aquello que nos transforma el alma para siempre...

 

Geovannys Manso

Santa Clara/ mayo de 2011

1 Mempo Giardinelli, en Escritos, Revista del Centro de Ciencias del Lenguaje, no. 13-14, enero-diciembre de 1996, pp. 261-269.

2 Jorge Fornet: Los nuevos paradigmas, Editorial Letras Cubanas, 2006, p. 53.

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